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Ensayo invitado
Irlanda es rica. Eso no significa que sea feliz

O’Toole es autor, más recientemente, de “We Don’t Know Ourselves: A Personal History of Ireland Since 1958” y columnista de The Irish Times. Escribe desde Dublín.
La situación actual de Irlanda podría describirse mejor como la vergüenza de los ricos.
Un país que durante mucho tiempo fue uno de los más pobres de Europa Occidental cuenta ahora con abundante riqueza pública y privada y una economía abierta al mundo. Incluso se ha mostrado relativamente resistente a la tentación de la extrema derecha, tan atractiva en otros lugares; quizá la nostalgia de una época dorada imaginada no tenga mucho atractivo cuando los recuerdos de la pobreza, la emigración masiva y la represión impuesta por el catolicismo conservador están tan frescos en las mentes de una población bien educada y socialmente liberal.
Pero mientras Irlanda se prepara para acudir a las urnas en las elecciones generales del viernes, es evidente que existen las mismas oscuras tramas que han hecho tan precaria la posición de otros gobiernos en funciones en el mundo democrático.
Si la política fuera un juego de números, el actual gobierno irlandés —una coalición entre los dos partidos tradicionales de centroderecha, Fine Gael (liderado por el actual primer ministro, Simon Harris) y Fianna Fáil, junto con el Partido Verde— sería el ganador seguro. Hace una década, la economía irlandesa contaba con unos dos millones de trabajadores. Ahora la cifra parece aumentar inexorablemente hacia los tres millones. El desempleo está en niveles históricamente bajos, y la deuda pública como proporción del tamaño de la economía es menos de la mitad de lo que era en 2014.
Pero la gente no vota por estadísticas, como descubrieron los demócratas, en su detrimento, en las elecciones estadounidenses. La economía que más importa es la del día a día, y saber que el país va bien puede fastidiar aún más a los votantes si sienten que se lo están perdiendo. En Irlanda, la sensación de desconexión entre lo macro y lo micro se ve exacerbada por su peculiar camino hacia la riqueza: el gran motor de su transformación es externo. Para las multinacionales estadounidenses que buscan una base en la Unión Europea, el bajo tipo del impuesto de sociedades, la mano de obra altamente cualificada y la estabilidad política de Irlanda, combinados con la familiaridad de la lengua inglesa, un sistema del derecho anglosajón y estrechos lazos históricos y culturales, han ejercido una atracción magnética.
Piensa en una multinacional estadounidense —Apple, Pfizer, Meta, Microsoft, Intel, Boston Scientific— y lo más probable es que sea una de las cerca de mil empresas de EE. UU. con sede en Irlanda. Estas empresas gastan más de 40.000 millones de dólares al año en un país de poco más de cinco millones de habitantes. Para ponerlo en contexto, el volumen de inversión extranjera directa de EE. UU. en Irlanda en 2022 ascendía a 574.000 millones de dólares, aproximadamente el triple que en China e India juntas.
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